Se enamoró el dios Sol de Mamamba desde el primer rayo con el que acarició a la criatura mortal al nacer. Y paciente esperó, alimentando su amor y obsesión, hasta el día en que Mamamba sangró por primera vez. Entonces, se transformó en león y bajó a la tierra para hacer a Mamamba suya.
Crónicas de los Primeros Días
Érase una vez un pequeño reino perdido en el corazón de África; de tierras fértiles, abundante caza y frescos manantiales.
Eran sus gentes felices y despreocupadas, sin apenas tener que realizar esfuerzos para vivir cómodamente, por lo que su principal objetivo vital consistía en vestirse, maquillarse y tatuarse de la forma más extravagante y original posible. Y en exhibirse ante el resto del mundo en algunos de los innumerables eventos sociales que jalonaban el día a día del reino.
Su rey, el Gran Harisi, descendía por vía directa de Leongolou, un semi-dios mitad león mitad hombre; hijo del dios Sol y Mamamba, la más hermosa. Se enamoró el dios Sol de Mamamba desde el primer rayo con el que acarició a la criatura mortal al nacer. Y paciente esperó, alimentando su amor y obsesión, hasta el día en que Mamamba sangró por primera vez. Entonces, se transformó en león y bajó a la tierra para hacer a Mamamba suya. De esa violación nació Leongolou, muriendo Mamamba entre terribles dolores durante el parto.
Empezó reinando el Gran Harisi con inteligencia y justicia a sus gentes cuando su esposa, la inteligente y hermosa Aïsha, murió desgarrada dando a luz al príncipe primogénito. Lo último que pudo susurrar, justo antes de expiar sangrando por todos sus orificios, fue: “Leongolou”. No quedó claro si era una bendición o una premonición.
En cualquier caso, el rey, con buen criterio, decidió no llamar a su hijo como al semi-dios, así que el príncipe Adama creció feliz en el palacio de su padre; cuidado y educado por todo el harén del Gran Harishi. Pronto destacó Adama en inteligencia, vivacidad y curiosidad. Y en coraje, nobleza y templanza. Y en lealtad, fortaleza y flexibilidad. Y en carisma.

Y así creció Adama hasta el día en que celebraron sus 14 años en el mundo. Desde la madrugada hasta el atardecer se celebraron danzas rituales mientras la comida, la bebida y los tubérculos de los sueños inducían a la gente a sumarse a una gran orgía en la que todos restregaban sus cuerpos sudorosos contra los demás simulando las peleas de los hipopótamos en sus charcas.
Al anochecer, sacrificaron a un buey para bañar a Adama en su sangre antes de partir hacia su destino. Mas quisieron los dioses que los augurios que el hechicero de la tribu leyera en las vísceras del buey resultasen extraños. Poseído por los muertos sólo atinó a balbucear desde sus entrañas: “Leongolou”.
Y hacia la oscuridad partieron Adama y su padre; en silencio como dos buenos cazadores.
Tuvieron que caminar horas hasta que localizaron la pista de un león. Y para su sorpresa no era un león cualquiera: era el león más grande que habían visto jamás. Sus huellas eran el doble de grandes que las de un león normal. Que las de un león muy muy grande. Aquello era un monstruo.
Sin tiempo siquiera para mirarse a los ojos entre ellos tras descubrir las huellas, un gigantesco león arrancó la cabeza del Gran Harisi; así, sin respirar siquiera, salido de la nada con un zarpazo cubrió a Adama con sangre y trozos de su padre. El príncipe se quedó paralizado. El león le miraba desde arriba, desde muy arriba. Podría haberlo destrozado allí mismo, pero miró directamente a los ojos de Adama y le dijo: “Tienes sangre divina. Riega el mundo con ella”.
De repente, Adama empezó a sentir que crecía. Todo en su interior parecía querer desbordarle y él no paraba de crecer pulgada a pulgada. Y se sentía poderoso, muy poderoso. Estaba transformándose en un dios. Lo sabía y lo sentía en su interior. Una luz intensa brotaba de su interior y lo inundaba todo alrededor…

Cuando regresó a la aldea, la noche del décimo día, apenas pudieron reconocerle. Era un ser del mundo de los sueños. Su belleza resultaba tiránica: era imposible apartar la vista de él. Sus ojos felinos y profundos del color de la miel de las abejas asesinas; su piel firme, suave y con reflejos de oro llena de cicatrices profundas, una altura descomunal que dejaba pequeños a los guerreros más altos, sus fibrados músculos… Era un semi-dios.
Sin decir nada, arrastrando con una soga unos veinte leones y leonas muertos, fue directamente al altar, tomó la corona de ébano y gritó: “Harisi ha muerto. Ahora seremos dioses”.
En ese momento, los leones y leonas despertaron milagrosamente y antes de que nadie pudiera siquiera gritar rodearon a la multitud en actitud amenazante. Todos se quedaron paralizados. Sólo el silencio se oía.
Entonces, Adama, se dirigió a ellos: “Leongolou se me apareció y me encomendó una tarea: volver a ser dioses. Por eso, a partir de hoy, todas las niñas, en cuanto tengan su primera menstruación, deberán ser traídas a mi harén para ser fecundadas con mi sangre divina. Y no saldrán hasta que me den un hijo o hija. Y ellos serán la raza elegida. Y el resto les servirán y protegerán con sus vidas pues así lo que quieren los dioses».
La gente estaba paralizada. Habían vivido un sueño feliz de fiestas y postureo y ¿ahora venía este gigante con misiones divinas? Varias personas tuvieron la mala idea de tratar de alzar la voz para decir algo, pero las leonas, a una velocidad sobrenatural, les arrancaron la cabeza a todos antes de articular siquiera un sonido. Aquello iba en serio…
Adama, en su fuero interno, sabía que, quizás, el mensaje de los dioses significaba que debía emprender una campaña de conquistas territoriales contra sus vecinos. O que debía entregarse completamente al bienestar de su pueblo, como había hecho su padre. Pero, Leongolou le había inoculado el veneno de su estirpe: el amor eterno por Mamamba. Bueno, ¡quién sabe qué querían decir los dioses! Que sean claros y así no habrá malas interpretaciones.
Empezó llenando su harén con todas sus hermanastras, que siendo princesas se habían conservado vírgenes hasta que Adama fuese rey. Después con todas las demás vírgenes de la aldea y los poblados de alrededor. Y poco a poco, con todas las niñas que pasaban a ser mujeres: las leonas eran unas rastreadoras eficaces.
Cada noche, Adama se dirigía a su harén sediento del olor del sexo de las púberes, después de beber con sus leones ingentes cantidades de jugo de raíz de babobab. Sus sentidos estaban potenciados. Su necesidad de contacto físico intenso era urgente e imperiosa. Todos sus músculos le arrastraban hacia aquellas niñas. Desnudo, sudoroso, frotaba su cuerpo contra un laberinto de cuerpos. Y con sus enormes dedos y su boca buscaba sexos que devorar despacio, oliendo profundamente para guardar su recuerdo, descubriendo rincones secretos en cada uno de ellos…
Mientras, su descomunal miembro se iba llenando, poco a poco, con la sangre que antes ocupaba su cabeza. Gota a gota. Lágrima a lágrima… Y Adama se volvía león. Sus pupilas pasaban a ser dos rendijas verticales. No veía, no oía, no hablaba. Se abalanzaba hacia las niñas y las penetraba de forma salvaje como si fueran muñecas de paja. Muchas morían desgarradas por las acometidas. Otras morían en las noches siguientes. O en los meses siguientes. Y así, cada noche hasta el alba, Adama se perdía en aquellos cuerpos y buscaba llenar el mundo con sus descendientes. Muchas lo adoraban, lo deseaban, los necesitaban, querían sentir como su enorme polla las desgarraba. Otras, pocas, lo odiaban en secreto. Lo odiaban. Pero cualquier mal gesto podía costarles la vida…

Los primeros embarazos no tardaron en llegar. En menos de 10 lunas había 30 tripas abultadas.
El primero de ellos nació muerto. La segunda también. Y la tercera, Y el cuarto… Adama, escuchaba las noticias de los partos de boca de sus leonas, mientras se follaba a alguna niña, concentrado en meter su semilla lo más profundo posible, impasible a la cara de sufrimiento de aquella criatura.
Pero la décima sobrevivió. Su madre, tras más de diez horas de parto, murió desgarrada. Adama apenas levantó la mirada del chochito que estaba lamiendo cuando escuchó los llantos de la bebé y los gritos de la madre, puso cara de alegría y siguió a lo suyo.
Aquella noche, la recién nacida, se levantó de la cuna todavía bañada en sangre, se dirigió hacía el harén y buscó a su padre. Adama la olió antes de verla. La sintió y se abalanzó contra ella con la necesidad de penetrarla, de reventarla. Y en ese momento, la bebé se convirtió en Leongolou. Adama quedó paralizado, pero sólo un parpadeo… De un rápido movimiento logró clavarle los dedos en los ojos al confiado y sobradete Leongolou, que hizo a su hijo a su imagen y semejanza, para lo bueno y lo malo. Y abriendo Adama los brazos con sus dedos clavados en los ojos de aquel destrozó el cráneo de Leongolou.
Adama se comió los ojos y el cerebro de Leongolou y se convirtió en un dios. Se convirtió en Leongolou.

Su reinado siguió. Y poco a poco, fecundó a todas las mujeres fértiles de la Gran Llanura. Y poco a poco también a sus hijas. Y poco a poco, todos los habitantes de aquel reino fueron mitad hombre mitad leones. Y después, poco a poco, cuando ya no quedaron mortales, todos los habitantes de aquel reino fueron cruzándose entre ellos. Y poco a poco, todos fueron leones.
Y los leones no tienen príncipes ni princesas.
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