Dorotea, la Princesa que coleccionaba corazones

Érase una vez una princesa que tenía el jardín de corazones más bonito del mundo.

La princesa Dorotea guardaba cuidadosamente todos los corazones en campanas de cristal. A cada corazón le iba agregando un pequeño jardincito con plantas exóticas y animalitos pequeñitos que jugaban en su pequeño universo. Así tenía una campana con el corazón de Sigfrido; lo había decorado con pequeños baobabs y unos elefantes muy muy pequeñitos se pasaban el día jugueteando en una charca que Dorotea esmeradamente construyó. Tenía otra campana con el corazón de Romeo; éste lo decoró con una pequeña playita y unos monitos muy graciosos que jugaban con los cocoteros. También tenía el corazón de Paula; estaba sobre una cama redonda llena de cojines de seda y plumas; y sonaba un jazz sensual si acercabas tus oídos a la campana… Tenía cientos de corazones distribuidos caprichosamente por su hermoso jardín.

Dorotea adoraba su jardín de corazones. Por las noches, se disfrazaba de princesita mala, con tutú, orejitas de conejita y calcetines muy altos, y se iba a pasear por el jardín. Primero, se acercaba despreocupada a los grupos grandes de corazones. Éstos se aceleraban desbocadamente cuando la sentían cerca. Todos los animalitos de las diferentes campanas se volvían locos; y las plantas se agitaban como si un huracán las bandease. Pero los corazones parecía que quisieran reventar las urnas en las que estaban. Latían todos a una, creando un curioso coro de tambores. Dorotea, traviesa, les decía cosas sucias; y les enseñaba el pezoncillo. Y les insinuaba las no-braguitas que llevaba debajo del tutú. Y cuando los corazones parecían a punto de estallar, ella se alejaba corriendo hacia otro grupo de corazones. Y luego otro…

Después de su ronda por los grupos grandes, todavía bebés en su juego, sentía una extraña euforia. Sentía sofoco y un pequeño picor en el clítoris. Era leve, pero continuado. Y daba un gustito tranquilo y agradable que a Dorotea le encantaba. Esos corazoncitos todavía tenían que aprender mucho del juego de Dorotea. Pero ella era una maestra metódica y efectiva.

Luego se acercaba a grupos más pequeños de corazones que tenía resguardados en rincones especiales del jardín. Estaban estos corazones un poco magullados; con heridas pequeñitas pero con mal aspecto. Algunos estaban bastante destartalados, pero otros sólo tenían algunos arañazos. Profundos, sí, pero seguían latiendo todos. Con éstos grupos se detenía un poco más. Se ponía frente a cada uno de los corazones y hacía un divertido baile mientras se acariciaba las tetitas y chupaba una piruleta poniendo cara de sucia. Después, se metía los deditos entre las piernas y chorreando los metía en las venas y arterias de los corazones que latían salvajes.

A continuación, se dirigía hacia los corazones Gran Reserva. Sus más queridos. Escondidos en los rincones más mágicos. Estaban estos corazoncitos muy, muy enfermitos ya. Sus latidos apenas eran perceptibles. Cuando Dorotea se acercaba, con su olor a mar y sus gemiditos de ansiedad, los corazones parecían renacer; se henchían y reparaban sus heridas como buenamente podían. Y la esperaban antes de que llegara. Ella se acercaba despacio a cada uno ellos, susurrando sus nombres: Circe, Roldán, Aurelio, Macarena… Luego abría la campana y cogía el corazón con sus manos. Empezaba besándolo con cuidadito. Lo acariciaba. Lo restregaba contra su sudoroso cuerpo. Luego, a medida que Dorotea notaba cómo su vagina empezaba a chorrear, iba perdiendo la conciencia de sí misma y empezaba a morder a los corazones. Primero suavecito. Luego salvaje. Los pobres corazoncitos acababan la visita sin apenas latir, al borde de apagarse, sangrando a borbotones sobre sus decorados.

Antes de acostarse, se acercaba al rincón más secreto del jardín. Estaba en las raíces de una gigantesca higuera. Allí, desperdigados, con las campanas rotas, rodeados de cristales y árboles muertos , yacían cientos de corazones rotos. Quebrados, secos, podridos… Un silencio sepulcral reinaba en aquel templo secreto donde Dorotea derramaba una lágrima cada noche. Sólo una lágrima. Pero no por ellos. Sino por ella. «Quedaban tan bonitos en mi jardín«, pensaba ella.

Finalmente iba a su alcoba, cerraba la puerta con llave y se acercaba a la mesilla de noche. Allí, mediante un mecanismo oculto en la lámpara, abría una habitación secreta que se escondía detrás del majestuoso cabezal de su lecho Había allí un mundo en miniatura, con sus selvas y desiertos, sus montañas nevadas, sus mares y bandadas de tucanes en miniatura. Y, sobre todo, su propio corazón, en el centro.

Dorotea se tumbaba abrazando su corazón y le explicaba entre risas las tonterías que habían hecho y dicho los otros corazones. Cruelmente hacía voces burlonas repitiendo las palabras de amor que le habían dicho aquella noche.  Y el corazoncito de Dorotea reía con ella. Y así pasaban las noches, burlándose y riéndose de aquellos incautos corazones…

Cada mañana salía la princesa Dorotea con su carruaje, sorteando a los molestos dueños de aquellos corazones de su jardín; inocentes princesas y príncipes que se habían vuelto aburridas y obsesivas, Deambulaban acechando por los alrededores del palacio de Dorotea a todas horas. Pero ella los despreciaba. Tenía sus corazones; los tenía en un maravillo jardín y cada uno tenía, además, otro jardín particular. Qué más querían. Egoístas. Ella ya les había dado una pequeña parte de Dorotea. Eran unos egoístas posesivas y amargadas. Y ella había nacido para disfrutar. Así que por ellas y ellos sólo sentía asco. Ni siquiera pena…

Quiso el azar que aquel día amaneciese lloviendo y se sintiera Dorotea triste; como siempre, pero esta vez, urgentemente triste. Así que salió Dorotea rumbo al museo de retratos de payasos, donde siempre encontraba un nuevo corazón deseoso de formar parte de su jardín.

Cuando llegó al museo, con orejitas y cola de gatita y una faldita muy muy corta, notó que había un príncipe que no la vio llegar. Ella intentó hacerse la encontradiza varias veces en diferentes salas y frente a muchos retratos. Pero él no la veía. Ella se quitó las braguitas y trató de agacharse delante de él en varias ocasiones, pero él ni siquiera pareció enterarse. Sólo cuando ella se chocó intencionadamente con él y le dió un beso en la boca, éste reaccionó. La miró de arriba a abajo, examinándola, sopesándola, analizándola… Y le dijo: «¿Vamos a dar un paseo? Me apetece conocerte».

¡Cuántas cosas pasaron por la cabeza de Dorotea! Siempre era ella la que proponía estas cosas. Pero qué importaba; que él hiciera todo el trabajo… Así, se fueron al palacio de Dorotea.

Desde luego, no era el príncipe más guapo, ni el más alto, ni el más fuerte, ni el más divertido, ni el que tenía la polla más grande, ni el que tenía más dinero… Pero tenía algo especial, diferente, indomable… Algo que le recordó a ella misma. Desde luego era guapo. Muy guapo. E inteligente. Y culto. Lo tenía todo, pero había algo más en él que resultaba aún más interesante.

Se pasaron la noche tomando caramelos de mar, zumo de mandarinas y helado de bogavante. Al amanecer, Dorotea se despertó exhausta y sudorosa sobre el pecho de aquel misterioso príncipe sin nombre y lleno de tatuajes. Sentía su chichi ardiendo y dolorido, pero estaba cachonda como una perra. Miró hacia la polla de su víctima. Estaba sangrando por múltiples heridas abiertas. Se había vuelto loca esa noche. No sabía qué había pasado. Pero se lo había pasado bien. Endiabladamente bien.

Dorotea no podía permitir que aquel misterioso príncipe se fuera sin regalarle el corazón, así que se recostó sigilosa para no despertarle y acercó su mano a la boca del príncipe para sacarle el corazón. Pero en ese momento el príncipe despertó y de un salto se puso en pie, se vistió, se despidió con un rápido beso y desapareció… Así, antes de que ella pudiera siquiera parpadear.

El día transcurrió como de costumbre. Pero al atardecer, en el teatro japonés, se volvió a encontrar al misterioso príncipe. Nuevamente pasaron la noche juntos. Y, nuevamente, él se despertó como un resorte cuando ella intentó robarle el corazón. Y así se vieron 10 noches seguidas.

La undécima noche Dorotea estaba reventada. Llevaba 10 noches seguidas haciendo algo más profundo que follar con aquel desconocido. Así que esa noche, por primera vez en su vida, le ordenó a su conejito despertador que le dejase dormir hasta que el cuerpo se lo pidiera.

Al despertar Dorotea no podía moverse; pero no era cansancio, ¡estaba atada! Algo iba mal. El misterioso príncipe no estaba y la puerta secreta estaba abierta. De repente, salió el príncipe oscuro con un corazón en una pecera redonda de cristal. Ése príncipe llevaba el corazón de Dorotea en sus manos. Ella intentó chillar, pero no le salía la voz. Él se acercó a ella y le dio un mordisquito en la oreja. Luego otro. Y otro. Dejó la pecera en el suelo y se bañó en los jugos y sudores de Dorotea una vez más.

Y se marchó. Sin mirar atrás. Con el corazón de Dorotea en una pecera. Y nunca más regresó.

Y cada noche Dorotea llora un poquito. Sólo un poquito.
Hablando sola en su habitación secreta.
Burlándose al aire y sin ganas de los corazones que guarda en el jardín.

Consiguiendo nuevos corazones cada día.

Está muerta. Pero sigue siendo guapa.

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