Érase una vez un príncipe criado libre en lo más profundo del Bosque Negro.
Sus padres, Iseo e Ivar, habían decidido enviar al príncipe Einar a un lugar secreto inaccesible a los múltiples enemigos del reino; el Bosque Negro era un refugio ideal. Lleno de animales salvajes, desfiladeros imposibles, ríos bravos, montañas desafiantes y bosques impenetrables resultaba una trampa mortal para todos aquellos poco habituados a aquellos lares.
Fue la educación de Einar confiada a Yaro el Sabio, padre de los Pueblos Libres del Bosque Negro y del príncipe Saud, su hijo. Yaro enviaba cada día a Einar y a Saud a explorar los bosques y cada noches les preguntaba acerca de lo que habían visto, lo que habían descubierto, lo que habían aprendido y lo que habían comprendido. A veces Yaro les daba algunas indicaciones acerca de plantas que debían encontrar y cómo usarlas en caso de herirse, o de cómo construir una balsa para atravesar un río caudaloso, o de cómo cultivar un pequeño huerto y canalizar agua hasta él para regarlo, pero en general les dejaba bastante libres para que ellos mismos descubriesen todos los secretos que aquellos maravillosos bosques guardaban para ellos.
Einar y Saud observaron cómo se organizaban las manadas de lobos para cazar; también vieron cómo la manada cuidaba de los lobos heridos y viejos; y vieron cómo se organizaba la defensa de los cachorros cuando merodeaban hienas. Juntos se reían de cómo los monitos se gastaban bromas entre ellos y se limpiaban los piojos con delicadeza. Atravesaron las selvas más densas evitando estropear las plantas más inusuales y escalaron los riscos más peligrosos para poder tener una nueva perspectiva de aquellas grandes extensiones repletas de aventuras.
Juntos se sentían fuertes e invencibles. Cada día se desafiaban mútuamente a ver quién era el más fuerte, el más rápido, el más resistente, el más observador, el que mejor conocía las plantas, el que mejor podía predecir cómo se protegerían las gacelas de las leonas, el que mejor olía el aire para saber si iba a llover o no… Y así, siendo uno de los dos el mejor, el otro podía confiar en esas capacidades de su hermano mientras potenciaba las suyas propias.
Y, poco a poco, esa hermandad se convirtió en amor. Los años que siguieron a éste descubrimiento fueron los más felices de sus vidas.
Pero pronto quiso el destino que estos años de libertad se vieran truncados por una cena en la que Yaro, Ivar e Iseo decidieron que los príncipes debían complementar su formación para ser reyes con una educación más social y cultural; los riesgos en palacio habían sido minimizados y se ubicaba allí cerca la mejor escuela de todos los reinos conocidos, donde los más innovadores y arriesgados científicos ponían a prueba sus protocolos para la formación de la Nueva Persona.
Yaro entendía que los chicos debían recibir una educación formal en diversas disciplinas que él no podía proporcionarles, pero todo aquello le sonaba raro. De todas maneras, accedió sin preguntar por no parecer un inculto troglodita.
Einar y Saud llegaron a la escuela en primavera con el curso ya empezado. Los primeros días todos sus esfuerzos tuvieron que centrarse en aguantar encerrados y sentados. Apenas eran conscientes de lo que pasaba alrededor suyo; permanecían las horas el uno junto al otro, con las manos férreamente entrelazadas por debajo de la mesa para que la ansiedad no los devorara. Los maestros y los demás alumnos fueron muy simpáticos y comprensivos con ellos, adaptando las clases para hacerles más sencilla la adaptación. Aprendieron ajedrez, vieron películas, leyeron libros desconocidos escritos por gentes de ignotos lugares, escribieron largos relatos acerca de su vida en los bosques…
Pero cuando su ansiedad inicial se disipó y Einar y Saud empezaron a observar alrededor suyo y a interactuar, empezaron los problemas de verdad…
Como ya les habían explicado al llegar (aunque ellos apenas lo recordaban vagamente), tras una semana de deshabituación acelerada encerrados en la escuela sin poder salir al aire libre, había llegado el día en que las jornadas tendrían unos descansos de una hora para estar al aire libre en el patio. Aquello llenó de alborozo a los príncipes que ya sentían el olor de las plantas de fuera. Pero las cosas no fueron como las habían imaginado…
En cuanto sonó el timbre, Einar y Saul salieron corriendo hacia el patio antes de que la maestra pudiera siquiera acabar de decir: «¡Al patio!». Estaban desbordados de emoción, energía, necesidad de oler las plantas y de sentir el viento. Corrían por el prado como lobeznos, aullando y chocándose entre ellos para tirarse al suelo mientras hacían carreras y se paraban a pelear con ramas de pino a modo de espadas. A lo lejos oían cómo les llamaban, pero prefirieron seguir a lo suyo, besándose de vez en cuando. O dándose algún cachete en el culo. O alguna patada bien dada; de esas que te recuerdan durante un par de horas que ese cabroncete te ha pillado despistado.
Para cuando llegaron los maestros ya estaban reventados y apenas podían moverse. No entendían muy bien a qué venía tanto escándalo; tenían una hora de libertad y la estaban aprovechando, así que esperaron tumbados y abrazados a que llegaran. Aunque aquello no sucedió exactamente como se esperaban.
Les dijeron que no se podían pegar entre ellos, que la violencia era siempre mala, que había que dialogar los conflictos, que había niños y niñas que tenían ataques de ansiedad viéndolos, que podían hacerse lesiones muy graves y mil cosas más. A ellos dos aquello les sonaba extraño: no se estaban pegando de verdad, no al menos como se pegaban a veces con los lobos si había que defender al ganado; no había conflictos entre ellos y no querían asustar a nadie, simplemente jugaban. Pero a los maestros les importaron poco sus razones: violencia cero y punto. Ellos se miraron entre sí y sin decir palabra se preguntaron: ¿Violencia? Rompieron a reír, pero se adaptarían. Podían jugar a pegarse fuera de la escuela.
Al día siguiente, después de que lloviera toda la mañana, la bronca llegó por jugar con el barro. Era un foco de infecciones. Y podían resbalarse. Y había niños que se ponían malos viendo cómo se ensuciaban como animales.
Incluso les prohibieron correr si no era por deporte, vestidos y equipados adecuadamente; había niños que se asustaban si les veían correr sin motivo específico.
Todo aquello empezaba a resultar demasiado extraño.
Ellos aceptaron las estrictas normas, al menos en la escuela. Pero en cuanto regresaban a palacio volvían a sus juegos habituales, cada vez más sexuales; quizás para olvidar lo que estaban pasando.
Y, poco a poco, los príncipes fueron socializados adecuadamente (vamos, que pasaban las horas del patio sentados y tranquilos) y sus capacidades intelectuales mejoraron notablemente.
Un día, estaban Saud y Einar en el patio cuando una paloma aterrizó y se dirigió a un grupo de alumnos que rodeaban a un profesor. Éste, en cuanto vio a la paloma acercarse empezó a dar grititos y saltitos de miedo, empujando a los niños y niñas desordenadamente hacia la clase. Einar se partió de risa, pero tras unos segundos se levantó y fue a darle una patada a la paloma para espantarla. No pretendía darle, sólo era una patada tonta al aire, pero la dichosa paloma ni se movió. El ave cayó atontada un par de metros más allá y un coro de profesores y profesoras se puso a dar grititos y saltitos histéricos. Otros se quedaron boquiabiertos, atónitos y silenciosos. Einar sintió que el tiempo se detenía; miró alrededor y sintió cómo se abría la boca del infierno. Incluso un grupo de niños y niñas empezaron a llorar de forma histérica y desgarrada a modo de banda sonora. Muchos estaban clavados en su sitio, tapándose los ojos, murmurando y moviéndose rítmicamente hacia delante y hacia atrás. Einar estaba paralizado; había sido un accidente pero sentía que algo había cambiado para siempre.
Fue el rugido de Saud el que hizo volver a todos al suelo. Cogió por el brazo a Einar y se lo llevó, todavía aturdido, hacia el bosque.
A partir de aquel incidente Einar cambió. Dejó de jugar con Saud al aire libre. Empezó a actuar como una chica rara y alocada. Primero sólo algunos gestos. Luego la voz. Y los gustos. Los profesores y profesoras empezaron a adorarlo. Y Einar pasó a comportarse completamente como una chica, pero mucho más exagerado, como si fuera la caricatura extravagante de una chica. Era como si azuzaran una hoguera con gasolina. Más le alababan los profesores por su «liberación», más esclavo se hacía Einar de posturitas, dejes, cremas, dramas, maquillajes, ropajes, celos, gestos, grititos…
Saud estaba confundido: apenas reconocía a Einar. Ni siquiera cuando hacían el amor. Einar estaba inmerso en una obra de teatro eterna donde el resto del mundo era el espectador. Siempre. Y a Saud aquello no le gustaba. Nada.
Pasaron las semanas. Einar parecía estar cada día más enamorado de Saud. Y de sí mismo. Pero Saud, cada vez estaba más lejos. Cada vez que veía a Einar con ese nuevo disfraz se alejaba un poco más.
Tanto tanto se alejó que un día le dijo a Einar que regresaba al Bosque Negro. Einar tuvo un ataque de ansiedad y entre lágrimas desconsoladas logró preguntarle a Saud porqué quería abandonarlo.
La respuesta de Saud fue sencilla: «Me gustan los chicos». Y se fue.
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