I
Érase una vez un oscuro príncipe que vivía en un faro de ébano junto al mar.
Cada día recorría Fosco las playas buscando una princesa oscura con la que frotar sus negras alas. Y cada día, arrojada por la marea, encontraba una princesa nueva con la que compartir sus pesadillas.
Se acercaba a ellas seguro de sí mismo; de su cuerpo de ángel caído, de su conversación profunda, de su mirada salvaje, de su aura misteriosa… Y ellas le entregaban su alma. Le explicaban a Fosco sus miedos y fantasías sin que él tuviera que pedirlo, como si le hubieran estado esperando para liberarse de sus tabúes y complejos. Él las escuchaba y las acunaba envolviéndolas con sus alas de seda hasta que ellas mismas buscaban con labios temblorosos los colmillos de él.
Entonces, el magma negro que bullía en el vacío donde una vez estuvo el corazón de Fosco, se derramaba y cubría a ambos con una capa densa de sensualidad salvaje. Fosco las besaba, las mordía, las olía, las agarraba con fuerza y las lamía. Recorría los cuerpos de aquellas princesas centímetro a centímetro, con sus labios, con su lengua, con sus manos, con su polla… Metía sus dedos en aquellos chochitos y después los chupaba antes lanzarse a libar la miel con rabia y deseo. Les decía guarradas al oído mientras las penetraba sobre la arena y agarraba sus pezones con fuerza. Ellas sudaban, gemían, lloraban, reían, pedían más y lo tenían. Y Fosco, sintiendo cómo ellas tenían un orgasmo tras otro, las conducía hasta la locura con su estudiado protocolo sexual.
Después, cuando ellas caían rendidas y satisfechas, Fosco desaparecía silencioso en la noche. Otra vez. Como siempre. Todas sabían desde el primer momento que él se iría, aunque todas tenían la secreta esperanza de hacerlo suyo, de cortar sus alas y encerrarlo en sus torreones. Sin embargo, Fosco era libre y salvaje. O, al menos, eso creían todas y todos.
Pero Fosco era un cautivo.
II
Cada noche, después de robarle las fantasías a una princesa, Fosco se dirigía a su escondite secreto: un trono de rocas en los rompientes donde se asentaba el faro. Iluminado por las estrellas y la luna él descendía el acantilado llorando en silencio; arrepentido de lo que acababa de hacer, sintiéndose sucio y humano. Llegaba a su refugio y se sentaba a esperar mientras la espuma de mar que arrojaban las olas que rompían se mezclaba con sus lágrimas. Y así pasaba horas y horas; esperando, acechando, oteando, buscando a Naima con la mirada perdida en el horizonte.
A veces la veía pasar con su bote de pesca. Él la observaba. La veía alegre y feliz en su barquito de velas rosas rompiendo el alba, rodeada de tiburones. Ella, casi siempre, hacía ver como que no lo veía: preparaba las redes, manejaba el timón, ajustaba cabos y pasaba de largo, pero sabía que él la estaba mirando.
De vez en cuando, ella se acercaba al rompiente y le daba un par de besitos a Fosco en los labios. Unos besos fríos, vacíos, alegres, de niña pequeña. Unos piquitos. Y Naima le decía un te quiero venenoso que Fosco tragaba obediente mientras la veía alejarse de nuevo.
Naima fue la primera y la última. La única. Fosco sólo entregó su corazón una vez. Y Naima se lo robó. Y se fue pero sin irse…
Y así pasaron años y años.
III
Hasta que una noche, después de robarle el alma a una princesa vikinga, Fosco se dirigió a su refugio como siempre. Y allí estaba Naima: desnuda, juguetona y alegre. Como el día que se conocieron. Como el día que ella se fue llevándose el corazón de Fosco.
Él se acercó cabizbajo, humillado, derrotado y culpable. Ella lo recibió en sus brazos, en su cuerpo. Se abrazaron. Se estrujaron. Fosco la agarraba con fuerza con sus enormes manos: por las caderas, por las costillas, por los brazos… Se besaban como dos adolescentes que no se hubiesen visto en años. Por las piernas de Naima resbalaban sus flujos tóxicos y Fosco los olía y se excitaba todavía más. La agarró en el aire y la penetró. Sin esfuerzos, sin dolor. Aquel chochito estaba hecho para su polla. Las olas rompían contra la espalda de Fosco y dibujaban la sangre que manaba de sus heridas; Naima le arañaba y mordía con saña, mientras se retorcía y gemía de placer y le chillaba te odio. Fosco la tumbó sobre su trono y la penetró mientras frotaba todo su cuerpo contra el de ella.
IV
Fosco podía sentirlo.
Estaba allí.
Junto a su pecho.
En el pecho de Naima.
Bajo sus tetitas.
Notaba sus latidos.
SUS latidos en el pecho de ella.
Su propio corazón.
El que ella le robó.
El que necesitaba tener cerca de vez en cuando para recordar que era humano.
El que una vez latió en su pecho.
El que latía cuando era un niño.
El que perdió al ganar sus alas de ángel.
Cuando acabaron él la abrazó con fuerza. Con mucha fuerza.
Y ella dijo he venido a despedirme.
Fosco ya lo sabía. Lo había sabido desde que la vio allí.
Ya estaba preparado.
Se había despedido mientras hacían el amor.
Al amanecer Naima partió sonriente en su barquito mientras se despedía con un adiós, te querré siempre ya lejana.
Él se sentó en su trono.
Un trono que ya no servía para nada.
Un trono sin reino.
Su trono.
Y esperó.
Y esperó.
Y subió la marea y le cubrió los pies.
Y siguió subiendo y ya le cubría por la cintura mientras las olas le zarandeaban y golpeaban contra las rocas.
Y Fosco, llorando, sangrando y mirando hacia el horizonte, musitaba un adiós. Adiós parasiempre, princesita mientras trataba de agarrarse a las rocas para no ser arrojado contra ellas…
Adiós es lo último que dijo.
Aunque no hubiera nadie allí para escucharlo él dijo adiós. Adiós parasiempre, princesita.
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