Es curioso lo diferente que reaccionamos las personas a las mismas cosas. En el gimnasio hay un chico que sufrió un accidente hardcore. Y cuando digo hardcore digo piernas, brazos y cadera destrozados, placas y tornillos, todo eso… De optimista y parlanchín de buen rollo se hace pesado y todo.
Otro tuvo algo grave en la cadera, pero siempre está mal. El típico que cuando le preguntas de cortesía qué tal te responde en negativo. Siempre.
A uno, estar al borde de la muerte le ha transformado en un amante de la vida. El otro, con un accidente serio, se ha transformado en un ser oscuro y triste.
¿Moraleja? Si quieres ser feliz de verdad, date el hostión de tu vida, porque accidentes tendrás muchos más… Mejor empezar ya a vivir ¿no?
Sí, este sujeto ha tenido ese jardín en una botella cerrado durante 53 años (o casi). Algo me resulta desagradable en esta fotografía. Y no es la envidia de jardinero. No tengo de eso. Es algo en su cara. Es su mirada vacía. Veo al autómata. El vacío. La antimateria.
Yo tuve uno. No un imbécil sino un jardín en una botella. O casi. Más bien era un tarro de vidrio grandísimo de esos donde vienen 14 o 15 melocotones. Lo había puesto en una maceta para que los gatos no la usaran de letrina. Y la puse boca abajo, semienterrada para que no retuviese agua y para que no la pudiesen mover los jodidos leoncitos. Y allí, en ese precario equilibrio, se formó un jardín. Tengo fotos, pero soy incapaz de encontrarlas entre los miles de fotos que no volveré a mirar jamás. Era un jardín de tréboles diminutos, musgo y unas plantitas muy altas y delgadas con 2 diminutas hojas muy verdes que parecían sostenidas en el aire de tan fino el tallo.
No estaba sellado. La tierra la compartía. Y los recursos. Pero era un jardín en una casa de cristal.
El otro día tuve una sensación muy extraña. Algo así como un dilema ¿moral? No sé, déjame que te cuente.
El día después de mi cumpleaños fui a ver a Dolors.
Dolors es una viejecita que vivía en el mismo edificio que yo y con la que entablé una sincera amistad. Conservando una lucidez inaudita a sus 92 años luchaba por preservar su cabeza como buenamente podía. Finalmente, vencida por las circunstancias, tuvo que ser atendida 24h por una chica nicaragüense: Manolita.
Yo solía pasearle al Pupi (un yorkshire gigante sordo, consentido, maleducado y medio-loco) sin cadena. No podéis imaginar lo feliz que era el bicho libre. Me costó lo suyo pero el resultado fue muy agradecido: un perro con el que pasear tranquilo que sabes que va a comportarse a cambio de seguir libre. Y a Dolors eso la hacía feliz.
Me esperaba escondida y maldisimulada cuando yo volvía del trabajo para recordarme que el Pupi me esperaba…
La llevé a todos los eventos y citas importantes para el catalanismo, a pesar de la aversión que me provocaban, sabiendo lo mucho que significaban para ella. Me he tragado Onzes de Setembre en primera línea. He visto gente normal con la cara pintorrajeada de la senyera y envueltos en su bandera a modo de capa de Capità Catalunya. He visto silencios absurdos donde no se cantó els Segadors antes de disolver la cadena humana. La llevaba a votar en silla de ruedas. Le hice sentir una rebelde diciéndole que nos iban a detener por votar en el referéndum. He visto cosas que vosotros los humanos no imaginaríais. Y aun así la llevaba…
Punto aparte merece Manolita: nunca seremos capaces de agradecer a las miles y a los miles de inmigrantes que han cuidado y cuidan a nuestros mayores.
Se alegró mucho de verme. Como siempre. Y eso que se pasó todo el rato quejándose de que no se había podido arreglar.
En fin, que estaba hablando con ella de cualquier cosa y empezó a enseñarme fotos que tenía por allí. Tenía muy pocas. Yo nunca le ví. Yo las usé para tratar de que ejercitara un poco la memoria y la capacidad de cálculo. De qué años era. Cuántos años tenían los de la foto ahora. Esas cosas… No me hacía ni puto caso, claro. Seguía a lo suyo, con alguna de sus historias recurrentes. Todo acaba siempre en su niñez. Antes era en su matrimonio y su vida en una central eléctrica. La de la Torrassa en l’Hospitalet de Llobregat. Ahora siempre es en su infancia.
En un momento dado, Manolita me pasó una foto. Yo no le hice mucho caso, pero Manolita insistió. Y comprendí.
La mujer de la foto era una doble en sepia de Rita Barberá. Una mujer con cara de mala dándole un falso beso en la cabeza de un doble del Pupi. Con esa maldad ordinaria de alcahueta jetset. Digamos que pijas desagraciadas resentidas contra el mundo y con un estrambótico complejo de superioridad. No sé si me explico.
Pues esa era Dolors.
Había visto esa foto mil veces. Pero nunca me detuve a mirarla. Y ahora me enfrentaba a la dura realidad. Dolors estaba sola porque no había sido buena con nadie. Era eso. Así de simple. Había llevado una vida licenciosa y derrochadora, egoísta incluso, y lo pagaba ahora.
¿Quién es Dolors?
Eso ya no importa.
Dolors es lo que es.
Nada ha cambiado respecto a mí.
Pero algo sí ha cambiado.
Tengo prejuicios.
No mejores que los de cualquiera.
Y no me fijo en nada.
Esa puta foto siempre estuvo allí.
Y nunca la ví.
Como siempre hago…
En el fondo es muy sencillo. Pero las cosas sencillas tienden a ser esquivas. Al menos para mí. Sobre todo para mí. Empeñado en conseguir lo que no quiero. Consiguiendo lo que quiero y dejándolo atrás. Para seguir buscando ¿qué? Nada.
Apago un cañón en el gélido hormigón del espigón en el que estoy sentado. La noche huele a mar. Oigo las olas rompiendo tímidas. Las luces de los aviones crean senderos hacia el horizonte sobre las negras aguas. Un antiguo rompeolas. Junto al muelle de los cruceros. El trayecto hasta allí es mágico. Desierto. Por un puente levadizo hacia la soledad más absoluta. Pero no es una soledad desesperanzada… Es la entrada a un mundo que fue y ya no existe. Es una ciudad que viví y no añoro. Que recuerdo con cariño pero se ha deshecho. Y no lo lamento.
Cojo la bici otra vez. En ella me siento libre. Libre de irme donde quiera a las 3 de la mañana si no puedo dormir. De subir a Montjuïc a mirar el mar sólo porque me apetece. De volar donde quiero. Silencioso. Esforzado. Sin molestar a nadie. De negro. Así me gusta ir. Como un fantasma.
Y subir a los búnkeres del Carmel. Una subida exigente pero agradecida con las mejores vistas de la ciudad. Apenas puedo respirar. Estoy sudado y empiezo a congelarme con el frío viento que hace chillar a las antenas.
Volando a través de la noche. Escuchando el ronroneo de las ruedas cuando levitan sobre el asfalto.
En esto, descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo; y, así como don Quijote los vio, dijo a su escudero:
–La ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear, porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta, o pocos más, desaforados gigantes, con quien pienso hacer batalla y quitarles a todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer; que ésta es buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra.
–¿Qué gigantes? –dijo Sancho Panza.
–Aquellos que allí ves –respondió su amo– de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas.
–Mire vuestra merced –respondió Sancho– que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que, volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino.
–Bien parece –respondió don Quijote– que no estás cursado en esto de las aventuras: ellos son gigantes; y si tienes miedo, quítate de ahí, y ponte en oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla.
Y, diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Rocinante, sin atender a las voces que su escudero Sancho le daba, advirtiéndole que, sin duda alguna, eran molinos de viento, y no gigantes, aquellos que iba a acometer. Pero él iba tan puesto en que eran gigantes, que ni oía las voces de su escudero Sancho ni echaba de ver, aunque estaba ya bien cerca, lo que eran; antes, iba diciendo en voces altas:
–Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete.”